Alekhine y su gato Chess: el tablero de la vida

 El reloj del salón daba las ocho cuando el joven Alexander Alekhine inclinó la cabeza sobre el tablero. Afuera, en su ciudad amanecía cubierta de nieve. Dentro, el silencio era tan profundo que podía oírse el crujido de la madera bajo los pasos del gato.

—Otra vez madrugando, Sasha —murmuró su madre desde la puerta, envuelta en un chal de lana—.
—No puedo dormir, mamá. El ajedrez no me deja.

El gato siamés, de pelaje claro y ojos azules, saltó sobre la mesa y se acurrucó junto al rey blanco. Alexander sonrió.

—Tú sí me entiendes, ¿verdad, Chess? —le dijo acariciando su cabeza—. Si muevo este alfil, Capablanca no sabrá qué le espera.

El gato ronroneó con aprobación, y con un leve movimiento de la pata, empujó un peón hacia adelante.
—Buena jugada, viejo amigo —rió el muchacho—. Te llamaré mi primer entrenador.

El niño que soñaba con reyes

A los diez años, Alexander ya vencía a jugadores adultos. Su memoria era tan precisa que recordaba partidas completas después de verlas una sola vez. En los torneos locales, los demás chicos lo miraban con asombro: mientras todos estudiaban aperturas, él jugaba con la intuición de quien escucha una música secreta.

Cada noche, al terminar de estudiar, se recostaba sobre la alfombra, y Chess se acurrucaba en su pecho.
—¿Sabes qué, Chess? —le susurraba—. Un día seré campeón del mundo.
El gato lo miraba con sus ojos de cristal azul, como si ya lo supiera.

Tiempos de guerra

Los años felices pasaron como una partida breve. Llegó la Primera Guerra Mundial, y el joven Alekhine fue hecho prisionero en Alemania. Una noche, mientras el viento golpeaba las ventanas del campo de prisioneros, escribió en un pedazo de papel:
“El ajedrez es mi patria cuando no tengo país.”

Al ser liberado, regresó a una Europa cambiada. Rusia ya no era la misma, y él tampoco. Se exilió en Francia, con un solo compañero fiel: Chess, que lo había acompañado escondido en una pequeña cesta durante el viaje.

En París, Alekhine jugaba partidas en los cafés mientras el gato dormía sobre el abrigo doblado. A veces, los clientes se acercaban para ver al campeón y su mascota.
—¿Es cierto que su gato le sopla las jugadas? —preguntaban entre risas.
Alekhine levantaba la mirada y respondía con solemnidad:
—No sopla, aconseja. Y suele tener razón.

El duelo de Buenos Aires

En 1927, Alekhine viajó a Buenos Aires para enfrentarse al invencible José Raúl Capablanca, el campeón cubano. En la habitación del hotel, antes de cada partida, hablaba con Chess como si fuera su segundo.

—Hoy no podemos fallar, compañero. Capablanca juega como si el tiempo no existiera.
Chess estiraba las patas, bostezaba y maullaba suavemente.
—Ya lo sé, ya lo sé… paciencia, precisión y sorpresa.

Durante aquellas semanas, el gato se paseaba entre las piezas del tablero de análisis mientras Alekhine preparaba cada trampa, cada sacrificio. Cuando finalmente ganó, se arrodilló y levantó a su gato con una sonrisa.
—¡Lo conseguimos, Chess! ¡Somos campeones del mundo!

Y cuentan que, esa noche, mientras el público brindaba por el nuevo campeón, un gato siamés dormía tranquilo sobre el trofeo.

Sombras y leyendas

Los años siguientes estuvieron llenos de torneos, victorias y viajes. Chess se convirtió en una figura famosa: lo acompañaba en trenes, hoteles y hasta en los salones de juego. Pero también llegaron las sombras. La Segunda Guerra Mundial lo encontró en Europa, aislado, acusado, y con más enemigos que amigos.

Aun así, nunca dejó de jugar. En cada partida, Chess se sentaba en su regazo y observaba las piezas con aire solemne.
—Mientras estés conmigo —le decía Alekhine—, ningún peón se rendirá.

El final de la partida

En marzo de 1946, en un hotel de Lisboa, el viejo maestro jugaba su última partida. Tenía el tablero frente a él, el rey blanco aún de pie. Chess, ya anciano, dormía junto a la lámpara, iluminado por una luz dorada.

—¿Sabes, amigo? —susurró Alekhine—. He ganado, he perdido… pero siempre he jugado con el corazón.
El gato levantó la cabeza, lo miró con ternura y ronroneó, como si diera su último “jaque mate” de amor.

Cuando el sol entró por la ventana al amanecer, el campeón descansaba en paz, y el gato velaba el tablero, fiel hasta el final.

Dicen que, desde entonces, en los torneos silenciosos, cuando alguien piensa demasiado tiempo ante una jugada difícil, se escucha un suave maullido en la sala… y las piezas, misteriosamente, parecen moverse solas.

 

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