Había una vez, en un pequeño pueblo de los Países Bajos llamado Watergraafsmeer, un niño curioso llamado Max Euwe. Desde muy pequeño, Max se quedaba fascinado observando cómo su padre movía las piezas de ajedrez. A los seis años aprendió a jugar, y pronto descubrió que en aquel tablero cuadrado se escondía un universo lleno de lógica, estrategia… y belleza.
A los diez años ya ganó su primer torneo. No le gustaba presumir, pero su forma de pensar era diferente: cada jugada era para él como resolver un problema de matemáticas. No por casualidad, años después estudiaría matemáticas en la Universidad de Ámsterdam, donde se doctoró en 1926.
Mientras otros soñaban con vivir del ajedrez, Max nunca quiso dejar de enseñar. Le encantaba ser profesor, explicar, razonar y ayudar a los demás a comprender. Incluso cuando el mundo lo conoció como campeón, siguió siendo el profesor Euwe, con su traje impecable, su tiza y su sonrisa tranquila.
Su talento en el ajedrez no dejó de crecer. En 1921 se convirtió en campeón de Holanda, y en 1928 ganó el campeonato mundial de aficionados. Pero su mayor hazaña llegó en 1935, cuando, contra todo pronóstico, derrotó al temible Alexander Alekhine, el campeón del mundo. Así, el hombre que enseñaba matemáticas se convirtió también en el quinto campeón mundial de ajedrez.
Alekhine era un genio apasionado… y algo travieso. Sabía que Euwe era alérgico a los gatos, así que, en los campeonatos, llevaba consigo a su gato siamés llamado “Chess”. El felino se paseaba por el tablero mientras Max trataba de concentrarse. Pero el profesor no se alteraba: respiraba hondo, analizaba, y continuaba jugando con calma. Aun con estornudos, su mente seguía tan clara como una fórmula matemática.
Euwe perdió el título dos años después, en 1937, pero nunca perdió la serenidad ni el amor por el ajedrez. En 1950 fue nombrado Gran Maestro, y más tarde, entre 1970 y 1978, se convirtió en presidente de la FIDE, la organización mundial del ajedrez. Durante su presidencia se celebró el famoso encuentro entre Bobby Fischer y Boris Spassky, que hizo que todo el planeta hablara del ajedrez.
Además de jugar y enseñar, Max escribió libros para ayudar a otros a entender el juego que tanto amaba. Muchos de esos textos aún hoy se consideran verdaderas joyas.
Max Euwe falleció en 1981, en Ámsterdam, dejando tras de sí un legado de sabiduría, humildad y pasión por el pensamiento lógico. Fue el único campeón del mundo que nunca dejó de ser maestro, el ajedrecista que veía en cada jugada una lección de vida.
Y como él mismo dijo una vez:
“Quien no considera otro objetivo en el juego que dar jaque mate a su adversario, nunca será un buen jugador de ajedrez.”
Porque para Max Euwe, el ajedrez no era solo una lucha… era también una forma de pensar, de enseñar y de entender el mundo.
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