El hombre que buscaba la armonía

En una tranquila casa de Moscú, una noche de invierno de 1921, nació un niño que escuchaba el mundo de una manera distinta. Mientras otros bebés lloraban, él parecía atento a los sonidos del hogar: el viento contra la ventana, el crujido de la madera, la voz de su padre moviendo piezas de ajedrez. Ese niño se llamaba Vasili Smyslov, y desde muy pequeño descubrió que la vida podía entenderse como una melodía.

Su padre, un buen ajedrecista aficionado, le enseñó a mover las piezas. Pero para Vasili no eran simples figuras: eran instrumentos. El alfil cantaba líneas largas y diagonales, la torre tocaba notas firmes, el rey marcaba el compás. Y así, mientras crecía, el tablero se convirtió para él en una pequeña orquesta.



A los 17 años ya sorprendía a todos en la Unión Soviética. Mientras el mundo se oscurecía por la guerra, él encontraba luz en las casillas blancas y negras. Cada torneo era una sala de conciertos; cada partida, una sinfonía que buscaba perfeccionar.

Pero Vasili guardaba otro sueño: cantar. Soñaba con subir al escenario del Teatro Bolshói y llenar el auditorio con su voz de barítono. Un día decidió intentarlo y se presentó a una audición. Cantó con el alma, pero no fue elegido como cantante titular. Aun así, no se entristeció: comprendió que la música no lo abandonaría. Simplemente lo acompañaría por otro camino.

Con el tiempo, aquel joven de mirada tranquila se convirtió en uno de los mejores jugadores del mundo. En 1957, logró lo que parecía imposible: derrotó a Mijaíl Botvínnik y se convirtió en campeón mundial de ajedrez. Fue el séptimo en lograrlo, un título reservado a quienes escuchan el juego más allá de las jugadas.

Su reinado duró solo un año, pero eso no importó. Smyslov no buscaba coronas; buscaba armonía. Y esa nunca la perdió.

Era famoso por su estilo sereno. Mientras otros jugadores atacaban con violencia o se lanzaban a sacrificios brillantes, Smyslov prefería el equilibrio. Decía que una buena posición debía “respirar”. No quería piezas desordenadas ni ideas forzadas. Quería que todo encajara, como en una partitura bien escrita.

Un día, durante un importante torneo de Candidatos en 1953, ocurrió algo que todos recordarían. Smyslov estaba analizando una posición con otros maestros cuando, sin darse cuenta, comenzó a tararear una melodía. A su alrededor nadie habló; solo escucharon su voz suave y el golpeteo de las piezas. A medida que cantaba, encontraba jugadas perfectas, una detrás de otra, como si alguien le soplara la solución al oído. Bronstein, medio sonriendo, murmuró:

—Cuando Smyslov canta, las piezas obedecen.

La anécdota se hizo famosa. Y es que Vasili no jugaba ajedrez: lo afinaba.

A los 60 años seguía enfrentándose a los mejores del mundo. Incluso llegó a disputar una final de Candidatos contra un jovencísimo Garry Kasparov, que tenía apenas 20 años. Era como ver a un sabio y a un torbellino cruzar sus caminos: la experiencia frente al futuro. Y aun así, el viejo maestro resistía con la misma calma de siempre.

Smyslov estudió los finales como quien lee poesía. Para él, un rey avanzando paso a paso era un verso; un peón coronando, un crescendo. Y esa visión convirtió sus finales en algunos de los más puros de la historia del ajedrez.

Con los años, muchos campeones pasaron, pero pocos dejaron una huella tan delicada. Porque Vasili Smyslov no solo jugaba para ganar: jugaba para encontrar belleza.

Dicen que en sus últimas partidas, ya mayor, todavía tarareaba suavemente mientras pensaba. Y que, si uno afinaba bien el oído, podía escuchar en su murmullo la misma melodía que acompañó toda su vida.

La melodía de un hombre que llevó la armonía al ajedrez.

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