En una ciudad de inviernos largos llamada Tbilisi, vivía un muchacho delgado al que el frío visitaba antes que los sueños. Se llamaba Tigran Petrosian, y desde niño aprendió algo que no enseñan los libros: a resistir.
Cuando
la guerra le robó a sus padres, Tigran no tuvo tiempo para llorar. Tenía que
trabajar. Limpió calles cuando todos dormían, barrió nieve hasta que los dedos
dejaban de sentir y aprendió que el invierno no perdona a nadie… salvo a quien
sabe aguantar.
Y
entonces apareció el ajedrez.
Lo
conoció tarde, con once años, como si el destino se hubiera despistado un poco
al entregarle su regalo. Pero cuando Tigran tocó las piezas por primera vez,
algo se encendió dentro de él. No jugaba para ganar… jugaba para entender.
Pronto ocurrió otra cosa extraña.
El mundo empezó a apagarse en sonido.
Su oído se fue cerrando poco a poco, como una puerta vieja. Tigran no
oía bien. A veces, casi nada. Pero en vez de entristecerse, descubrió un
secreto:
el silencio pensaba mejor que el ruido.
Mientras otros se inquietaban por murmullos y relojes, él entraba en un
santuario sin sonidos. Decía:
“Yo no escucho el ruido… pero escucho el ajedrez”.
Un día participó en un torneo especial. No ofrecían dinero. No había copas.
El premio era… un abrigo.
Un simple abrigo.
Pero para Tigran era como ganar el sol.
Jugó aquella competición como si cada partida fuera
contra el invierno mismo. Y ganó. Cuando le entregaron el abrigo, lo abrazó
como si fuese un trofeo invisible. Porque aquel abrigo no hablaba de victoria…
hablaba de sobrevivir.
Años después llegó a Moscú. Y allí estaba su ídolo: Mikhail Botvinnik.
Tigran lo miraba como se mira una montaña: con miedo y admiración.
Cuando finalmente se enfrentaron por el campeonato del mundo, Tigran
temblaba más por dentro que las piezas en sus manos. Perdió la primera partida
y dijo bajito:
—He jugado como un niño…
Pero luego recordó el frío.
Recordó el abrigo.
Recordó las noches barriendo calles.
Y ganó.
Se convirtió en campeón del mundo.
Años después llegaría su gran rival: Boris
Spassky.
En una sala silenciosa de Moscú, en el campeonato del mundo de 1966,
jugaron una partida que parecía música sin sonido. Era como mirar caer copos de
nieve sobre el tablero. Despacio. Bellísimo. Inolvidable.
Tigran ganó aquel duelo.
Y cuando años más tarde Spassky le quitó el título, Tigran no se
enfadó.
No gritó.
No protestó.
Solo dijo:
“En ajedrez, como en la vida, llega un momento en que debes dejar tu
sitio a otro”.
Una vez, un rival volvió a ofrecerle tablas en una partida. Tigran no
respondió. No se movió. No levantó la vista. Seguía jugando.
Cuando terminó y ganó, alguien le dijo:
—¡Te ofrecieron tablas!
Tigran sonrió:
—No lo oí.
Y todos comprendieron que aquel hombre jugaba con algo más que los
oídos…
jugaba con el alma.
Murió años después, pero dicen que en los tableros silenciosos…
cuando una pieza se salva antes de atacar,
cuando una defensa es más bella que un golpe,
cuando alguien gana sin ruido… es porque muy lejos, en algún lugar invisible…
Petrosian sigue jugando. En silencio. Como siempre.

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